miércoles, 22 de agosto de 2012

¡Ahora sí que sí!


Nos pasamos todo el invierno deseando que llegue el verano. El invierno se hace eterno y llega un punto que acabamos hasta las narices de abrigos, botas, bufandas y olas de frío siberianas. Los días son grises, lluviosos y tristes. Solo pensamos en lo bien que lo pasamos en verano, mojito en mano y largos días al tumbados en la arena al sol. 

Hoy es verano, pleno agosto. No puedo dormir porque el calor es asfixiante. Me levanto sin ganas de nada. Solo pienso en poner el aire acondicionado para dejar de sudar, y por otra parte me preocupa la factura que luz que llegará este mes previa subida del I.V.A. Pienso en ir a la playa. 

Seguro que habéis probado de ir a la playa en pleno agosto. Es agobiante. Si vives un poco alejado de la costa lo primero que te encuentras es una larga cola de vehículos, que como tú, han pensado que la mejor opción de hoy era ir a la playa. 

Si consigues llegar a tu destino, has de buscar un sitio para aparcar. Vueltas y vueltas y más vueltas. Cuando consigues dejar dejar tu coche mal aparcado delante de un contenedor de basura, pensando positivamente que a esas horas a nadie le va a molestar que ocupes ese sitio, llega la hora de descargar. Descargas toallas, sombrillas, neveras, chancletas, la revista para pasar el rato, el bolsón con Ipod, móvil, llaves del coche, monedero, cremas solares y protectores, peine, y cinco mil enseres más que sabes que no los vas a utilizar pero los llevas "por si acaso". ¡Ah! Y si vas con niños tienes que contar con descargar flotadores, manguitos, cubo, pala, balón de playa, y varios juguetitos más para que el niño se entretenga y no te caliente la cabeza. 

Después de caminar largo rato, cargado, sin manos, y sudando, llegas a la arena, respiras hondo, y ves como tu ilusión de pasar un día tranquilo de playa se va desmoronando al igual que un castillo de arena cuando sube la marea. 

¡Todo petaó! Visualizas a lo lejos algún rincón donde dejar tus abalorios. No ves nada. Solo sombrillas. Entonces decides tomar una dirección dependiendo del día, o la costumbre que tengas de situarte en un lado de la playa o en otro.

¡Ahora empieza lo bueno! Momento masoquista de la raza humana: Caminar por la arena. Pones el primer pié en esa arena fina, brillante, de color tostado, y ardiendo. Te quemas el pié. Retrocedes y vuelves a visualizar tu destino. Como vuelves a comprobar que no hay hueco donde meterte, eliges ir más cerca de lo previsto. Uno... dos... y tres ¡Empiezas a correr! "¡Corre corre que me quemo!". 

Por fin encuentras un sitio, cerca del agua. Alegría. Ahora sí que sí. Te las ingenias para colocar la sombrilla, siempre haciéndote el experto mirando al sol para descifrar hacia donde se moverá la sombra. Apartas latas, trozos de bocata putrefactos, y varias bolas de papel de Albal, y colocas la toalla. Te despelotas y ya ha llegado el momento. Por fin estarás tranquilo y relajado. 

Te estiras en la arena, y alcanzas la nevera (sí, primero te estiras y luego ya te arrastrarás por la toalla para coger la nevera evitando llenarte de arena, paradojas de la especie humana). Estas medio asfixiado y después de las peripecias para llegar a la playa solo puedes pensar en como te sentará esa cervecita fresca que has puesto en la nevera. La coges, la abres y le pegas un buen trago que a continuación escupes porque más que a cerveza sabe a meao de lo calentorra que está. "¡Mierda! Me olvidé del hielo".Levantas la cabeza y visualizas el chiringuito. Yo creo que los chiringuitos se ponen en los extremos de las playas expresamente para joderte la vida. Así que monedero en mano empieza la segunda carrera del día por la arena. De esta a la maratón. 

Con los pies al rojo vivo y sudando como un cerdo consigues pedir esa cervecita fresca que tanto anhelas. "Cuatro euros, por favor"; "¿¡Qué!?" No lo puedes creer. Te están pidiendo cuatro euros por una lata de cerveza y tu llevas la nevera llena." ¡Estafadores!" piensas mientras pagas con indignación el trago. Y vuelta a la toalla. 

Con todo el royo se te han hecho las dos y media de la tarde y tu estómago te lo está recordando, así que atacas a ese bocata que hace por lo menos cuatro o cinco horas que has preparado. Ese pan parece blandiblu, pero con lo que te han clavao por la cerveza estás para volver al chiringuito a pedir un bocadillo. Así que te lo comes a duras penas porque cada bocado se te hace una bola, y cuando acabas vuelves a pensar "¡Ahora si!", y te estiras en la toalla y te relajas a duras penas porque los niños de al lado no paran de gritar.

Eso de la digestión es una putada porque a los pocos minutos de comer te coge un sopor inevitable que te hace dormir, y después de las carreras que te has pegado por la arena, todavía más. 

"¡Que buena siesta!" piensas cuando te despiertas. El problema es que cuando dormimos profundamente no nos damos cuenta de nada, absolutamente de nada. Nuestro tiempo parece que se para, pero no. El sol va girando, y las sombras se mueven. Así que esa siesta de tres horas estirado en la arena se ha convertido en una sartén y tu eres el plato principal. Espalda quemada, y encima se te ha olvidado echarte la crema. Así que con una insolación del copón  te das cuenta que no debes estar más rato expuesto a los rayos solares. Son las seis de la tarde y que todavía tienes una tres horas para llegar a casa contando las colas. Recoges tus utensilios y decides salir ya, antes de que todo el mundo vuelva a pensar como tu, y así poder llegar tranquilito a casa. 

Llegas al lugar donde recordabas haber aparcado. Nos ves tu coche. Das unas vueltas por el lugar por si te has equivocado. Pero tu sabes que pensaste positivamente que aparcar delante de los contenedores a esas horas no molestaría a nadie. Miras los contenedores con cara de "no puede ser" y llamas al deposito de vehículos más cercano. Efectivamente se te ha llevado el coche la grúa. 

Estas a no se cuantos kilómetros de la ciudad, con utensilios en mano y en plena ola de calor africano no puedes llegar caminando al deposito. Pides un taxi que muy amablemente te deja en el lugar que has indicado por un módico precio de unos treinta euros. 

Con tus trastos de playa en mano, pagas la multa, y pagas la grúa. Ochenta euros de gracia. 
Te vas para casa, solo piensas en llegar y pegarte una ducha. La cabeza te va a reventar y la espalda la tienes como un tomate hervido. 

Después de volverte a cascar una cola de dos horas llegas a casa. "¡Ahora si que si!" Estas en casa, tranquilo y duchado. Estirado en tu sofá piensas en el gran día que has pasado en la playa: ochenta euros de multa más cuatro de la cerveza, más treinta del taxi, más veinte de gasolina: ciento treinta cuatro euros y de regalo te llevas una espalda quemada, unos pies llenos de bullofas y preparado para participar en los próximos juegos olímpicos en la modalidad de maratón con salto de obstáculos. ¡Que gran día!.




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